martes, 1 de noviembre de 2022

La procesión de las sombras

Era una noche de luna llena en Quipan. Todo parecía normal en la quietud de la oscuridad, entre el claro del plenilunio y las sombras nocturnas formadas por las paredes de las casas. Faltaban pocos minutos para las doce y desde su casa en los altos de la villa, Paula, debía ir a la tienda ubicada en la plaza por unas mantas que dejó en el apuro.

            Junto a las llaves cogió una pequeña linterna y sin ningún temor enrumbó por la calle, llegó a la capilla, bajó las anchas gradas que dan a la explanada de la plaza dirigiéndose a la tienda. Cuando se disponía abrir la cerradura notó que en la puerta principal del local comunal destellaban luces que parecían provenir de alguien con cigarrillos encendidos y que la sombra nocturna no permitía ver quiénes eran los que allí se encontraban. Así, ingresó, ubicó las mantas que buscaba y al salir divisó que por la calle lateral se desplazaban lo que parecía un grupo de personas que, con andar pausado, en filas venían y doblaban la esquina con dirección a la iglesia.

- ¿Qué raro?, ¿Qué estará pasando, ¿Quiénes son a esta hora?, - se preguntó.

            Al mirar con atención notó que algunos tenían en sus manos lo que parecía unos cirios encendidos. Pensó entonces que lo más probable era que algún paisano había fallecido y como era la costumbre lo llevaban al atrio de la iglesia para los rezos correspondientes. Extrañada por no haberse enterado ni escuchado el doblar de las campanas decidió acompañarlos así que volvió a ingresar a la tienda y cogió un paquete de velas, aseguró la puerta y se encaminó con dirección a la comitiva. Conforme se acercaba notaba que algo extraño ocurría, todos vestían con un hábito negro que les cubría el cuerpo entero, además se desplazaban como si estuvieran en procesión y lo que hablaban era confuso e inentendible. Su sorpresa fue mayor al darse cuenta que bajo la capucha que cubría la cara solo se percibía sombras oscuras que reflejaban rostros extraños y desconocidos, más aún cuando notó que ninguno de ellos ponía los pies sobre el piso y arrastraban los pasos avanzando sin dejar ningún rastro.

          Por unos instantes se quedó paralizada dominada por el miedo. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero un nudo que parecía apretarle la garganta se lo impedía. Luego de algunos minutos, que parecían interminables, en una reacción extrema, cerrando los ojos, dio media vuelta, hizo la señal de la cruz y echó a correr apretando los puños y en voz entrecortada pronunciando el rezo:

- “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”.

            Sin mirar lo que ocurría a sus espaldas subió las anchas gradas dando saltos apresurados hasta llegar con desesperación a la capilla donde agitada por el esfuerzo desplegado se detuvo por unos segundos. Con gran temor y luego de persignarse, se llenó de valor y decidió volver la vista atrás, al hacerlo descubrió con sorpresa que todo había desaparecido.

            Un respiro de alivio le permitió serenarse, y en ese momento, en medio de la quietud nocturna, bajo la tenue luz de la luna llena, ante sus ojos solo existía el silencio y las sombras de la noche.

Junto al fogón, relatos de vida y del alma.

sábado, 1 de octubre de 2022

"La huamantanguina"

Terminaba la secundaria en Lima y debía viajar a Quipán, era viernes 26 de junio y se iniciaban las celebraciones de la festividad del patrón San Pedro. Mis abuelos tenían una tienda en la plaza, la cual, por su ubicación era el punto de arribo y partida de todos los vehículos que circulaban por la ruta. Por la necesidad de mercaderías para la venta existía una dependencia mutua con aquellos que hacían el servicio desde la capital. Así fue como casi diariamente era común frente al mostrador tener la presencia del conductor de turno junto a su ayudante y al controlador designado.

    Mi premura en llegar era porque debía apoyar en la tienda ya que tal fiesta patronal convocaba mucha gente y mi abuelo se encontraba solo. Así que ese día salí temprano del colegio, me cambié, cogí la mochila y me dirigí al Tambo Huamantanga donde estaba programado para las 5 pm. la salida del ómnibus comunal al que en Quipán llamábamos: “La huamantanguina”. Dos horas después, por un problema técnico recién se hizo presente, subí y me acomodé, éramos solo dos pasajeros así que fue fácil encontrar el lugar más cómodo para el viaje. A los pocos minutos el conductor puso los cambios en primera y se inició la partida.

En un paradero, en Comas, esperaba un grupo numeroso de personas que muy entusiastas abordaron y llenaron el ómnibus. Junto a su equipaje de mano subieron cajas de cerveza, licores variados, un equipo musical a batería, entre otros. Mi comodidad se vio afectada cuando uno de los viajantes ocupó el asiento que estaba libre a mi costado iniciando una amena conversación donde me comentaba que viajaban a la boda de su sobrino llevando todo lo necesario para tan magno acontecimiento. Así pasamos el km 22, las luces del interior se apagaron y fuimos dejando atrás el resplandor y el bullicio de la ciudad. En ese breve silencio se comenzó a escuchar algunos murmullos, bromas y risas, hasta que uno de los pasajeros a voz alzada reclamó: “Y el trago?”. La respuesta fue inmediata, se abrieron unas botellas y empezó la jarana que fue acompañada por la música que desde un reproductor de caset se escuchaba. Yo, miraba las sombras que se reflejaban fuera del vidrio de la ventana e intentaba forzar el sueño, pero el festivo y bullicioso ambiente parrandero lo impedía. Me encontraba en esa situación cuando de pronto la botella de vino y el vaso que circulaba llegaron a mis manos. Hice el brindis y el respectivo “salud…” pasando y dando curso al trago en repetidas oportunidades. Conforme avanzábamos sentía los efectos embriagadores que me hacían parte de la jarana, además atenuaban el frio y los baches de la carretera.

En medio de ese ambiente festivo continuó el viaje, “La huamantanguina” se convirtió en un bar rodante con luces encendidas, donde la música a elevado volumen se combinaba con las risas y el tarareo de las canciones. Así pasamos Yangas, Quives y Yaso, llegando unos cuantos “sobrevivientes” a San José. Poco a poco las voces se fueron silenciando y el sonido que producía el vaso y la botella de vino se hizo cada vez más espaciado hasta apagarse. Cuando llegamos al “Balcón” ya todo era silencio y tranquilidad.

Luego de dejar unas cuantas velas continuamos con el viaje, pasamos Huarimayo, subimos las revueltas y llegamos a Huamantanga. Una breve parada y enrumbamos a Quipán a donde arribamos casi a la una de la mañana.

En la plaza, con el frio de la madrugada, entre estiramientos y bostezos, uno a uno descendimos del ómnibus. Yo, con mi mochila al hombro tomé el camino a casa, bien abrigado y protegido por el vino compartido en el trayecto. Y, en medio de ese celaje nocturno, “La huamantanguina” se alejaba acompañada, ahora, solo por el sonido de su motor y las luces de sus faros.

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Augusto Ismael Zavala Osorio

Publicado en: PICHUCHANKA - Boletín informativo de la A.C. Huamantanga




martes, 30 de agosto de 2022

La fiesta de los moros y cristianos en el Perú

"Evocando una sociedad rural y un entorno agreste de extraordinaria dureza y hermosura, Milena Cáceres comparte con el lector las experiencias vividas mientras descubría la supervivencia, en localidades andinas del departamento de Lima, de los esquemas pertenecientes a la fiesta de moros y cristianos, plasmados en danzas y parlamentos que guardan relación con obras dramáticas españolas del siglo XVII. También se personaliza el proceso de especialización mediante el que la autora tomó conciencia del desarrollo de las fiestas de moros y cristianos celebradas en España, de su conexión con la comedia y de la adaptación de esta tradición áulica a la nueva realidad americana, donde el moro suele ser reemplazado por el indígena. Todo ello le permite poner un sello muy personal a la exposición del proceso, ya de por sí fascinante, que dio lugar al desarrollo de la fiesta en América del Sur y, particularmente, en el Perú."

Descarga PDF: 

https://repositorio.pucp.edu.pe/index/bitstream/handle/123456789/173293/Libro.pdf?sequence=1




sábado, 27 de agosto de 2022

La dama de blanco

 La dama de blanco

La tarde finalizaba y la noche comenzaba a cubrir el camino de retorno a la villa, después de los festejos por el cumpleaños de un compadre radicado en el pueblo de Marco, don Florencio con poncho y sombrero apuraba el paso montado sobre su caballo. Todo parecía normal y en ese trayecto solo se escuchaba el galope y la melodía de su silbido como compañía.

Después de un trecho avanzado, al estar cerca a la quebrada de Quipailla divisó que una extraña y agraciada joven vestida completamente de blanco se encontraba sentada sobre una piedra junto a la poza de agua que se avistaba desde el camino, al acercarse hizo un intento por hablarle, pero notó que su expresión reflejaba tristeza y aparentemente lloraba por lo que optó por invitarle a venir con él al pueblo para que se abrigue y se reponga de lo que posiblemente pudo haberla ocurrido.

Con mucha delicadeza la tomó del brazo y con extremo cuidado la hizo subir al caballo que relinchaba como advirtiendo que algo extraño ocurría. A pesar de ello logró hacerla cabalgar y reiniciar el camino de retorno. Avanzaba delante, con la soga en una mano, un cigarrillo en la otra y de rato en rato silbando las tonadas de alguna sentida melodía, por momentos volteaba a ver a la joven notando un raro resplandor que reflejaba una extrema palidez en la cara, a lo cual no dio importancia pensando que era producido por la luna que con cierto brillo a aquella noche acompañaba.

Así fue avanzando, pasó por Otacocha y estando cerca de la entrada del pueblo, desde donde ya podía notar una parte de la Cruz de Soncococha, el caballo hizo un paro intempestivo negándose a avanzar a pesar de su esforzado y enérgico arreo. La palidez de la joven había avanzado en extremo optando por bajarla y llevarla entre en sus brazos para dejarla bajo la cruz, en la peaña, e ir por ayuda. Conforme se acercaba al verde madero la dama trataba de impedirlo y en cada paso el peso era menor; a punto de llegar notó que los pies y las manos cambiaban de forma convirtiéndose en huesos de un esqueleto.

Asustado soltó la carga y corrió desesperado al pueblo implorando auxilio. Para su suerte, a pesar de la hora, tres pobladores llenaban agua en la fuente de La Pila y pudieron escuchar sus gritos saliendo a su encuentro y acompañándolo a ver qué ocurría. Al llegar solo encontraron el vestido blanco, arrugado y casi desecho. 

Algo temerosos juntaron los restos de la blanca tela que quedaba y lo pusieron bajo la cruz, mientras se persignaban y rezaban pudieron observar que se desintegraban siendo esparcidos hasta desaparecer con facilidad por una extraña e inusual brisa. Sorprendidos recogieron al caballo e iniciaron el camino de retorno al pueblo; de la dama de blanco ya nada existía.

                                 “Junto al fogón”. Relatos de vida y del alma

miércoles, 27 de julio de 2022

Una ofrenda a Shipita

El café servido, las papas sancochadas y junto a la canchita el queso fresco sobre la mesa del restaurant de tía Mariana; el premio mayor a las cuatro horas de viaje que desde Lima me traía a Quipán, el motivo una vez más era “El Rodeo comunal”; aquella "ceremonia ritual" donde se realiza la herranza del ganado de la Virgen del Carmen, bajo los sones del arpa y violín que acompañan el cantar de los sentidos versos que evidencian las vivencias y padecimientos del vaquero en el campo.  Una de las más bellas expresiones de la tradición quipaneña.

     La noche se asentaba y en breve se iniciaría el Despacho, la cámara de video junto al reflector estaban listos para grabar y las ansias por formar parte de esa fiesta iba en aumento. En esa espera llegó el primo Felucho, quien luego de informarme de lo acontecido en la villa durante mi ausencia preguntó si ya estaba listo para el día siguiente ir a La Corona. Mi respuesta fue afirmativa, pero una preocupación se hizo evidente. Por alguna inexplicable razón, en las oportunidades anteriores había tenido dificultades en el retorno, en la subida a Shipita, junto a la comitiva que traía la cruz lomera y al ganado. Escalofríos y un decaimiento total, de pronto abrumaron mi desplazamiento llegando con las justas y a punto de desfallecer. Para él, todo estaba claro:

- Primito, eso es por el “Abuelo”, seguro que las otras veces no le has pedido permiso para pasar, tienes que hacerle el pago para que te “suelte” del “agarre”.

- ¿Cómo hago, primo?, respondí, - Ayúdame, no quiero quedarme a mitad de camino, las veces anteriores la pasé fatal.

- Mañana voy a estar por ahí cerca llevando mi ternero, agregó, - tienes que llevarle un presente que debes conseguir con mucha voluntad y respeto.

    Efectivamente, en varias oportunidades anteriores me había acercado, con la cámara de fotos, al pueblo viejo de Shipita para admirar sus restos y su significado histórico y no había pedido permiso a ninguna autoridad, menos al “Abuelo”. 

    Conforme lo indicado conseguí el anisado, los cigarrillos sin filtro, las hojas de coca y unos cuantos caramelos de limón. Ya se escuchaba en la casa comunal el bullicio y el inconfundible sonar de las cuerdas del arpa y violín anunciando el Despacho que despedía a la Comisión que iría a traer la Cruz de Culquichupa.

    Al siguiente día, muy temprano, en Cruz Grande nos encontramos con Felucho y descendimos conversando animadamente por el camino hasta llegar a Shipita. Caminamos entre piedras milenarias y matorrales por el pueblo viejo y ubicamos desde un mirador dos grandes rocas unidas entre sí donde en su interior se podían apreciar lo que parecía algunos restos óseos. Siguiendo sus indicaciones, como parte del pago, fui dejando cada una de las cosas que llevé suplicando al “Abuelo”, con mucha voluntad, que me “suelte” y me permita pasar. Desde ese lugar, con un sol esplendoroso pudimos apreciar la inmensidad del paisaje e imaginar las vivencias de los antiguos pobladores, más aún cuestionábamos el abandono en el que se encuentra. Una botella de gaseosa, Inka Kola para ser exacto, un par de vasos compartidos para refrescarnos; otro vaso para el “Abuelo” y junto al cigarrillo encendido, su coca y sus caramelos para que se quede contento y acepte la ofrenda. Así dejamos atrás aquel lítico lugar; el primo a sus quehaceres y yo al encuentro de la comitiva que subía desde La Corona.

    Bajo un cielo extremadamente azul, la brisa y el pasto seco con flores amarillas seguí descendiendo por el camino. Conforme avanzaba, ya podía escuchar, a lo lejos en el ruido del viento, los sones del arpa y violín junto al mugido del ganado y las voces que melodiosamente entonaban:

“Vaquerita donde estás que mis ojos no te ven,

será la poca visión o será de tanto llorar.

Te alejaste tú de mi despreciando mi querer

por eso mi corazón destrozado se hallará…”.

     Y, al fin el encuentro, con la cámara de video encendida me sumé a la comitiva en indescriptible sensación de alegría y satisfacción por sentirme parte de la fiesta. Cantando y a paso de baile llegamos a Cangrareuco, un breve descanso e iniciamos la subida a Shipita donde esperaban las autoridades para la recepción y la acogedora pascana con el almuerzo. El temor a que se repita lo de las otras veces, por ratos me abrumaba, pero seguía firme, para mi sorpresa, sin el más mínimo rezago de malestar o cansancio, paso a paso hasta zafar la cuesta y llegar.

  Debajo del viejo eucalipto, junto a la cruz lomera y toda la comitiva saboreamos el almuerzo, unos vasos de cerveza, el baile con la vaquera y luego emprender la empinada subida a Cruz Grande, a donde llegué, una vez más, sin ninguna dificultad. Junto al atardecer, el canto, la alegría, y el brindis continuaba:

“…La chichita es una bebida la cervecita mucho mejor,

cuando se sube a la cabeza, hay mamacita te hace decir…”

     Así regresé al pueblo sin una señal de cansancio dispuesto a seguir los festejos en la velación. Por la noche, de vuelta al restaurant por un reparador caldo caliente, el primo Felucho preguntó cómo me había ido. Agradecido, respondí que muy bien sobre todo con la seguridad de que el “Abuelo” aceptó mi ofrenda y me permitió pasar. Sus palabras, cada vez que llego a Quipán, las tengo presente: “Recuerda primito, hay que agradecer siempre al Abuelo; él es muy bondadoso si le pides con voluntad, él escucha y cuida a quien es bueno.”

                                                                                                                            Augusto Ismael Zavala Osorio

viernes, 8 de julio de 2022

¡Agua Mantanga!

Huamantanga recibe a sus visitantes con una cruz, la del Señor de Huamantanga, una aparición de Jesucristo a la que se atribuyen poderes hídricos, según la leyenda. En este pueblo de la sierra de Lima no hay ni una comisaría, el agua abunda y las historias de milagros no son escasas.

Pisar Huamantanga es ya un milagro… Los pocos buses que trepan hacia los 3,500 metros sobre el nivel del mar parecen la evidencia de alguna gracia divina, pues para llegar a este lugar hay que ir por una trocha que asciende en espiral y su estrechez de sentido único hace rezar, sujetarse y suspirar a quienes van del lado de la ventana, a medio metro del abismo.

Incluso Ricardo Palma, en sus famosas Tradiciones Peruanas, calificó este camino de “endiablado”.

Quizá por ese riesgo o porque en Huamantanga sólo hay un teléfono público y casi no llega la señal a los celulares, la plaza y sus alrededores –no más de diez cuadras– lucen desiertas, casi como un pueblo fantasma. 
Dicen que de día casi no hay rastro de existencia humana porque los 500 huamantanguinos están trabajando. Aunque por la noche tampoco se dejan ver mucho. Por lo general, su rutina comienza al alba y es al filo del atardecer, cuando el cielo comienza a estrellarse, que aparecen los primeros comuneros con sus palas, caminando en dirección a esas casitas con tejados rojizos.


lunes, 20 de junio de 2022

El desaparecido

El desaparecido

Era ya muy tarde cuando doblaron las campanas en la villa. Junto al frío y la presencia del ocaso los pobladores recibían la noticia del fallecimiento de don Jacinto. Este señor no tenía familia, solo una casa ubicada en los bajos, cerca al barrio de Uncho.

            Muchos rumores se escuchaban de este personaje, algunos decían que tenía pacto con el diablo ya que nunca lo vieron asistir a las misas y siempre andaba por las noches con botas y ropa oscura, abrigado con un poncho negro y un extraño sombrero de paño color oscuro. También se decía que jamás lo notaron persignarse al pasar delante de las cruces que se ubicaban a un lado del camino. Otros recordaban que lo encontraban en las calles que se dirigían al cementerio.

            Aquella tarde, al replicar las campanas un extraño miedo se apoderó de los pobladores. A pesar de ello, con mucha cautela, se acercaban al lugar de la velación para realizar un breve rezo y dejar unas velas, retirándose de manera inmediata. La llegada de la noche acrecentó el temor sumado al agudo e incesante aullar de los perros.

            Al siguiente día, al no existir familiares que se hagan cargo del finado las autoridades organizaron el sepelio. Cuando llegó la tarde el cortejo fúnebre partió acompañado de algunos pobladores que se vieron obligados a asistir. Conforme avanzaban el peso del ataúd aumentaba haciendo más lento el desplazamiento de los cargadores. Con denodado esfuerzo lograron subir las gradas y llegar al atrio de la iglesia.

            Luego de un breve rezo el cortejo fúnebre reinició el recorrido subiendo la calle que lleva a los altos y, otra vez el peso del ataúd iba en aumento. Tras arduos esfuerzos lograron avanzar hasta llegar a la entrada de la alameda que da acceso al cementerio. Para el último descanso bajaron el féretro y cuando se disponía el cantor a realizar el responso un olor extraño comenzó a inundar el ambiente acompañado de una fría brisa que avanzaba formando remolinos que en un principio eran leves, pero luego se volvió intenso afectando a todos los presentes. Todo ello hacía insoportable permanecer en el lugar.

            Extrañados y muy asustados por lo que ocurría imploraron protección a la Cruz de Pucará, y a todos los santos, pero la situación empeoraba así que optaron por echar a correr despavoridos dejando abandonado y en el suelo el ataúd con el finado. Los últimos rayos del sol comenzaban a desaparecer y ninguno se atrevió a regresar. La noche se hizo interminable y el aullar de los perros se repitió, esta vez con mayor intensidad.

            Al día siguiente, muy temprano volvieron al lugar a fin de culminar lo iniciado y dar cristiana sepultura al féretro con el cuerpo inerte de don Jacinto. Grande fue la sorpresa al no encontrarlo donde lo habían dejado. El negro ataúd de madera que contenía al finado había desaparecido y no quedaba ni un solo rastro que haría suponer que tal vez fue arrastrado o llevado por alguien. Todos se miraban tratando de encontrar una explicación a aquel extraño suceso, pero no obtenían respuesta.

            Desconcertados se persignaron ante la cruz, dieron media vuelta y en medio de un silencio sepulcral tomaron el camino de retorno a casa quedando el lugar por mucho tiempo desolado. Solo el verde madero, erguido sobre la peaña, guarda el secreto de lo ocurrido.

                                      "Junto al fogón, relatos de vida y del alma"

Carlomagno cabalga en los Andes

 


Fuente: Boletín 6 del CRQ

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Danza Los Abuelitos De Quipán - MINCETUR

  https://consultasenlinea.mincetur.gob.pe/fichaInventario/index.aspx?cod_Ficha=7213