El
café servido, las papas sancochadas y junto a la canchita el queso fresco sobre
la mesa del restaurant de tía Mariana; el premio mayor a las cuatro horas
de viaje que desde Lima me traía a Quipán, el motivo una vez más era “El Rodeo
comunal”; aquella "ceremonia ritual" donde se realiza la herranza del ganado de
la Virgen del Carmen, bajo los sones del arpa y violín que acompañan el cantar
de los sentidos versos que evidencian las vivencias y padecimientos del vaquero
en el campo. Una de las más bellas
expresiones de la tradición quipaneña.
La noche se asentaba y en breve se
iniciaría el Despacho, la cámara de video junto al reflector estaban listos
para grabar y las ansias por formar parte de esa fiesta iba en aumento. En esa
espera llegó el primo Felucho, quien luego de informarme de lo acontecido en la
villa durante mi ausencia preguntó si ya estaba listo para el día siguiente ir
a La Corona. Mi respuesta fue afirmativa, pero una preocupación se hizo
evidente. Por alguna inexplicable razón, en las oportunidades anteriores había
tenido dificultades en el retorno, en la subida a Shipita, junto a la comitiva que traía la cruz lomera y al ganado. Escalofríos y un decaimiento total,
de pronto abrumaron mi desplazamiento llegando con las justas y a punto de
desfallecer. Para él, todo estaba claro:
-
Primito, eso es por el “Abuelo”, seguro que las otras veces no le has pedido
permiso para pasar, tienes que hacerle el pago para que te “suelte” del
“agarre”.
-
¿Cómo hago, primo?, respondí, - Ayúdame, no quiero quedarme a mitad de camino,
las veces anteriores la pasé fatal.
-
Mañana voy a estar por ahí cerca llevando mi ternero, agregó, - tienes que
llevarle un presente que debes conseguir con mucha voluntad y respeto.
Efectivamente,
en varias oportunidades anteriores me había acercado, con la cámara de fotos,
al pueblo viejo de Shipita para admirar sus restos y su significado histórico y
no había pedido permiso a ninguna autoridad, menos al “Abuelo”.
Conforme
lo indicado conseguí el anisado, los cigarrillos sin filtro, las hojas de coca y unos
cuantos caramelos de limón. Ya se escuchaba en la casa comunal el bullicio y el
inconfundible sonar de las cuerdas del arpa y violín anunciando el Despacho que
despedía a la Comisión que iría a traer la Cruz de Culquichupa.
Al
siguiente día, muy temprano, en Cruz Grande nos encontramos con Felucho y
descendimos conversando animadamente por el camino hasta llegar a Shipita. Caminamos
entre piedras milenarias y matorrales por el pueblo viejo y ubicamos desde un
mirador dos grandes rocas unidas entre sí donde en su interior se podían apreciar
lo que parecía algunos restos óseos. Siguiendo sus indicaciones, como parte del pago, fui dejando cada una de las cosas que llevé suplicando al “Abuelo”,
con mucha voluntad, que me “suelte” y me permita pasar. Desde ese lugar, con un
sol esplendoroso pudimos apreciar la inmensidad del paisaje e imaginar las
vivencias de los antiguos pobladores, más aún cuestionábamos el abandono en el que se encuentra. Una botella de gaseosa, Inka Kola para ser exacto, un par de
vasos compartidos para refrescarnos; otro vaso para el “Abuelo” y junto al cigarrillo
encendido, su coca y sus caramelos para que se quede contento y acepte la
ofrenda. Así dejamos atrás aquel lítico lugar; el primo a sus quehaceres y yo
al encuentro de la comitiva que subía desde La Corona.
Bajo un cielo extremadamente azul,
la brisa y el pasto seco con flores amarillas seguí descendiendo por el camino.
Conforme avanzaba, ya podía escuchar, a lo lejos en el ruido del viento, los sones
del arpa y violín junto al mugido del ganado y las voces que melodiosamente
entonaban:
“Vaquerita
donde estás que mis ojos no te ven,
será
la poca visión o será de tanto llorar.
Te
alejaste tú de mi despreciando mi querer
por eso mi corazón destrozado se hallará…”.
Y, al fin el encuentro, con la
cámara de video encendida me sumé a la comitiva en indescriptible sensación de
alegría y satisfacción por sentirme parte de la fiesta. Cantando y a paso de baile llegamos a Cangrareuco,
un breve descanso e iniciamos la subida a Shipita donde esperaban las
autoridades para la recepción y la acogedora pascana con el almuerzo. El temor a
que se repita lo de las otras veces, por ratos me abrumaba, pero seguía firme,
para mi sorpresa, sin el más mínimo rezago de malestar o cansancio, paso a paso
hasta zafar la cuesta y llegar.
Debajo del viejo eucalipto, junto a la
cruz lomera y toda la comitiva saboreamos el almuerzo, unos vasos de cerveza,
el baile con la vaquera y luego emprender la empinada subida a Cruz Grande, a
donde llegué, una vez más, sin ninguna dificultad. Junto al atardecer, el
canto, la alegría, y el brindis continuaba:
“…La
chichita es una bebida la cervecita mucho mejor,
cuando
se sube a la cabeza, hay mamacita te hace decir…”
Así regresé al pueblo sin una señal de cansancio dispuesto a seguir los festejos en la velación. Por la noche, de vuelta al restaurant por un reparador caldo caliente, el primo Felucho preguntó cómo me había ido. Agradecido, respondí que muy bien sobre todo con la seguridad de que el “Abuelo” aceptó mi ofrenda y me permitió pasar. Sus palabras, cada vez que llego a Quipán, las tengo presente: “Recuerda primito, hay que agradecer siempre al Abuelo; él es muy bondadoso si le pides con voluntad, él escucha y cuida a quien es bueno.”
Augusto Ismael Zavala Osorio