El sol se ocultaba tras los cerros y la noche, con su manto oscuro comenzaba a extendersese sobre los campos quipaneños. Con la hora retrasada debido a un desarreglo en los aparejos del asno que debía llevar una ligera carga de leña, desde Shequi, Paula, subía la cuesta cabalgando sobre su dócil yegua alazana.
Con cierto apuro avanzó, arriando al asno que llevaba la carga, y al llegar al puquio de Canín, situado al costado de una peña empinada, desde la cual discurría un pequeño riachuelo, los animales se detuvieron para beber. Mientras esperaba, un susurro tenue comenzó a rozarle los oídos, un murmullo suave, irregular, que por momentos crecía y luego se desvanecía en el aire. Hizo un esfuerzo por descifrarlo y solo alcanzó a reconocer una palabra que se repetía: “Recógelo… recógelo…”. Extrañada, pues no habia nadie a su alrededor, decidió bajarse de la yegua. Entonces, vio que, a un lado del camino, tendido sobre la tierra, un pequeño cordero de oscuro pelaje balaba con un sonido agudo y triste, como si pidiera ayuda. Parecía abandonado, tembloroso, asustado bajo la sombra creciente de la noche que ya comenzaba a envolverlo todo.
Conmovida por lo que a pesar de la tenue luz del ocaso podía distinguir intentó acercarse, pero el cordero se incorporó y comenzó a alejarse. Paula, movida por la curiosidad y el impulso de ayudarlo, trató de seguirlo. Entonces volvió a escuchar aquel susurro —más claro, más insistente— que parecía guiarla, sin que ella advirtiera que sus pasos la llevaban hacia el borde del acantilado.
De pronto, el cordero se detuvo. Su figura comenzó a desdibujarse hasta transformarse en un ser espectral, casi humano, con una mirada profunda y unas manos que parecían garras, señalándole el vacío e invitandola silenciosamente a dar el ultimo paso. Paula quedó inmóvil, paralizada por el miedo. Los segundos se hicieron eternos en medio de un silencio sepulcral, como si el mundo entero se hubiera detenido y no existiera ya nada ni nadie capaz de socorrerla.
En ese instante, cuando la oscuridad parecía cerrarse por completo y el susurro insistente dominaba el aire, la yegua alazana se irguió de golpe. Relinchó con una fuerza que resonó entre las peñas, un relincho profundo que deshizo el murmullo y quebró el silencio fantasmal de aquel agreste paraje.
Ese sonido la arrancó del trance. Paula, estremecida, logró persignarse, retroceder unos pasos y sin pensarlo, corrió hacia su compañera de camino y, con manos temblorosas, volvió a cabalgar.
Aún conmocionada por lo ocurrido, avanzó sin volver la vista atrás, con la luna apenas dibujando el contorno del sendero. No dejaba de rezar en voz baja, agradeciendo a su fiel yegua alazana, quien la salvó de las garras de aquel ser sobrenatural. Estaba convencida de que aquello no era un simple engaño de la noche, sino la presencia del "Enemigo", capaz de adoptar cualquier forma, susurrar con voz ajena y aparecer en los lugares más solitarios con la intención de desviarnos del camino verdadero.
Junto al fogón, relatos de vida y del alma


