lunes, 29 de abril de 2024

La extraña casa

    El manto oscuro de la noche cubría la villa, mientras el agudo aullar de los perros resonaba sin tregua en los oídos de los pobladores, que, bien abrigados, intentaban conciliar el sueño. Pese a sus esfuerzos, la inquietud los acompañó hasta que, por fin, asomaron las primeras luces del amanecer.

    Esa mañana todos comentaban lo ocurrido con doña Tensha, “la loquita”, que solía caminar por las calles vociferando palabras sin sentido y realizando gestos extraños, quizá a causa de alguna dolencia mental. Su avanzada edad y el abandono en que vivía terminaron por llevarla a la muerte. Y como no tenía familia conocida, fue la propia comunidad la que se organizó para darle un entierro digno, con la esperanza de ofrecer descanso a su cuerpo y a su alma.

Algunos pobladores contaban que, a medianoche, se oían ruidos extraños en la vieja y deteriorada casa donde había vivido la finada, una vivienda a la que nadie se atrevía a entrar desde entonces. Su muerte había ocurrido en plena calle, a altas horas de la noche, cuando la encontraron recostada sobre una vereda cerca de La Pila, al otro extremo del pueblo. También se decía que un gato negro, el mismo que solía acompañarla, ahora merodeaba silencioso por los tejados cercanos. Así fueron pasando los días, y aquellos comentarios no solo persistían, sino que cada vez se repetían con mayor insistencia.

    Ante la creciente preocupación, se convocó a una reunión general en la que se decidió formar una comisión que ingresara a la antigua casa para averiguar qué estaba sucediendo. Sin embargo, nadie quiso ofrecerse voluntariamente, por lo que se optó por realizar un sorteo del cual salieron elegidos seis pobladores. Don Matías asumió la responsabilidad de encabezar el grupo y anunció que, a media mañana del día siguiente, ingresarían llevando consigo —entre otras cosas— agua bendecida.

    Muy temprano, en la plaza, la comisión se reunió y se dirigió a la iglesia llevando un frasco para recoger agua bendita. Sin embargo, al llegar se toparon con una sorpresa: la pila estaba completamente vacía. Ante ello, encargaron al joven José que viajara hasta Huamantanga para buscar al sacerdote y pedirle que realizara la bendición; de no encontrarlo, debía solicitar al sacristán que le permitiera ingresar al templo para llenar el frasco. Pero, al llegar, José descubrió que ese día no había ningún sacerdote y que el encargado se hallaba en el campo, con previsto retorno recién por la tarde. No le quedó más remedio que esperar.

    Mientras tanto, conforme avanzaba el día en la villa, algunas pobladoras comentaban entre risas nerviosas el evidente temor de los integrantes de la comisión. Ya casi eran las cinco de la tarde cuando, ante la presión y los murmullos crecientes, decidieron finalmente ingresar a la casa, forzando la cerradura. La pequeña ventana que daba a la calle dejaba pasar apenas un hilo de luz, insuficiente para distinguir con claridad lo que había dentro. Entre sombras, alcanzaban a ver una cama cubierta con frazadas viejas y rasgadas, un baúl verde oscuro lleno de golpes del tiempo, algunos utensilios abandonados y lo que parecía ser una mesa de madera, tan deteriorada que apenas conservaba su forma.

    Ante tanta penumbra trajeron una linterna y, al encenderla, el haz de luz recorrió las paredes revelando, para su sorpresa, una figura delineada con trazo torpe pero inquietante: la silueta de un ser extraño, de apariencia diabólica, con ojos feroces y brillantes. A su lado, como acechando desde una sombra eterna, se distinguía la imagen de un gato negro.


    Ante aquel cuadro fantasmal, los seis quedaron completamente paralizados. Por más que intentaban retroceder o apartar la mirada, algo pareciera sujetarlos al suelo: la figura de la pared, rígida y feroz, parecía desprenderse lentamente de las sombras y avanzar hacia ellos con una amenaza muda. El último rayo de sol se desvanecía cuando los pobladores que aguardaban afuera, al no verlos salir, corrieron desesperados en busca de José, que ya venía de regreso desde Huamantanga.

    Al llegar, todos juntos irrumpieron en la casa, rezando a viva voz el Padre Nuestro con los ojos cerrados. Apenas José roció el primer chorro de agua bendita, se desencadenó —nadie sabría explicar cómo— un incendio brutal que envolvió el interior como si hubiera estado esperando solo una chispa. Desde dentro surgieron gritos desgarradores, casi inhumanos, mezclados con el estrépito de cadenas arrastrándose que retumbó por todo el pueblo.

    Los presentes huyeron aterrados, buscando refugio en sus casas, cerrando puertas y ventanas con desesperación y encomendándose a cuantos santos recordaban. Así, temblando en silencio, aguardaron hasta que los primeros rayos del amanecer trajeron por fin un respiro… o al menos la ilusión de que la noche había quedado atrás.

    Durante mucho tiempo, los pobladores evitaron pasar por aquel lugar. Solo quedaban el silencio y los escombros dispersos del viejo techo y de las paredes, desparramados sobre el cimiento como los restos de un recuerdo prohibido. Con los años, el viento se llevó el polvo, la lluvia invernal borró las huellas, y la tierra terminó por tragarse los últimos vestigios de aquella extraña casa.

    Y aun así, quienes vivieron aquella noche aseguran que, en ciertos inviernos, cuando el viento sopla distinto, todavía parece escucharse un leve aleteo, un quejido, o el sigiloso paso de un gato entre las sombras.

Junto al fogón, relatos de vida y del alma.


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