Era una noche de luna llena en Quipán. Todo parecía normal en la quietud de la oscuridad, entre el claro del plenilunio y las sombras nocturnas que proyectaban las paredes de las casas. Faltaban pocos minutos para la medianoche cuando Paula, desde su casa en los altos de la villa, recordó que había dejado unas mantas en la tienda de la plaza y decidió salir a buscarlas.
Junto a las llaves tomó una pequeña linterna y, sin mostrar temor enrumbó por la calle silenciosa. Pasó frente a la capilla y descendió las amplias gradas que conducen a la explanada de la plaza, dirigiéndose a la tienda. Cuando estaba por abrir la cerradura advirtió que en la puerta principal del local comunal unos destellos, como pequeñas brasas encendidas, similares al brillo de los cigarrillos en la oscuridad. La sombra nocturna impedía distinguir quiénes estaban allí. Así, entró, encontró las mantas que necesitaba y, al salir notó algo aún más extraño, por la calle lateral se desplazaban lo que parecía ser un grupo de personas que caminaban en silencio, en fila con un andar pausado, Los vio doblar la esquina, en dirección a la iglesia.
- ¿Qué
raro...?,
Al observar con detenimiento, distinguió notó que algunos llevaban en las manos lo que parecía ser cirios encendidos. Pensó entonces que quizá algún paisano había fallecido y, como era costumbre, lo llevaban al atrio de la iglesia para los rezos de medianoche. Le pareció extraño no haber oído el doblar de las campanas, pero aun así decidió acompañarlos. Regresó a la tienda, tomó un paquete de velas, aseguró la puerta y se encaminó hacia aquella silenciosa comitiva. Sin embargo, conforme acortaba la distancia notaba que algo extraño ocurría. Todos vestían con un hábito negro que cubría completamente sus cuerpos, y avanzaban con un paso lento, como si estuvieran en procesión. Murmuraban algo, pero sus voces eran confusas, un murmullo espeso, imposible de comprender. Su sorpresa fue mayor al darse cuenta que bajo la capucha que cubría la cara solo se percibía sombras oscuras que reflejaban rostros extraños y desconocidos; más aún cuando notó que ninguno de ellos ponía los pies sobre el piso y arrastraban los pasos avanzando sin dejar ningún rastro.
Por unos instantes se quedó completamente paralizada, dominada por un miedo que le heló la sangre. Quiso gritar, pedir ayuda, pero un nudo seco y áspero que parecía apretarle la garganta se lo impedía. Luego de algunos minutos, que
para ella fueron eterno, en una reacción extrema, en un impulso deseperado, cerrando los ojos, dio media
vuelta, hizo la señal de la cruz y echó a correr apretando los puños y en voz entrecortada
pronunciando el rezo:
-
“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”.
Sin mirar lo que ocurría a sus espaldas, subió las anchas gradas dando saltos apresurados hasta llegar con desesperación a la capilla donde agitada por el esfuerzo se detuvo unos segundos apoyando una mano en la pared para no caer. Dominada por el temor se persignó con manos temblorosas, y llenándose de valor decidió lentamente volver la vista atrás. Lo que encontró la dejó inmóvil. En medio de una calma sepulcral, no había procesión alguna, ni luces, ni sombras extrañas. La plaza estaba vacía. El viento apenas movía el polvo. Todo rastro de aquel lúgubre cortejo había desaparecido como si nunca hubiera existido.
Un respiro de alivio le permitió serenarse. Entonces, en la quietud nocturna y bajo la tenue luz de la luna llena, ante sus ojos solo quedaba el silencio y las sombras de la noche.
Junto al fogón, relatos de vida y del alma.

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