sábado, 26 de febrero de 2022

El engaño

        Era ya entrada la noche cuando acompañado de dos pobladores, llegó a la villa un vendedor de mantas y sombreros. Por su expresión, además de cansado se le notaba algo asustado. Ante la curiosidad de quienes lo rodearon en la plaza, respiró hondo y comenzó a contar lo sucedido.

      Se hallaba en Huamantanga y, tras realizar sus ventas decidió partir rumbo a Quipán, como era la primera vez que recorría esa ruta pidió referencias para orientarse bien. La tarde comenzaba a caer cuando tomó sus cosas y se puso en marcha, siguiendo lo indicado, a su próximo destino donde confiaba terminar su mercadería ya que estaba por iniciar una fiesta patronal, ocasión en la que los pobladores suelen renovar sus prendas. Durante el camino todo coincidía con lo que le habían descrito: los senderos, las quebradas, los árboles que servían de punto de referencia. Así continuó hasta llegar a Nononcocha, donde empezaba la cuesta que conduce a Cruz Grande. Desde ese punto —según le dijeron— podría divisar ya las primeras casas del pueblo.

      Con el cansancio y el peso de la mercadería oprimiéndole la espalda decidió hacer una pausa sentándose sobre una fría piedra. La noche habia caído del todo, envolviendo el camino en una oscuridad profunda que apenas permitía distinguir las formas. Fue entonces cuando, entre sombras, logró ver a alguien que se acercaba, era un anciano de andar pausado y extraño, acompañado de un pequeño perro de pelaje oscuro. Tras el saludo, el forastero le explicó que era su primera vez por esos parajes y que con su compañía llegarían más rápido y seguros. Sin dudar, se pusieron en marcha. Sin embargo, mientras avanzaban en medio del frío que cortaba la respiración y la penumbra que espesaba el paisaje, empezó a notar algo inquietante. La ruta que seguían trazaba una línea recta, cuando él recordaba con claridad que aún quedaba por subir la última cuesta que había dejado atrás. Preguntó al anciano por ello, pero este solo movió la cabeza de lado a lado, como negando, asegurando con un gesto silencioso que lo que le habían indicado antes estaba equivocado y que ese era el camino verdadero.

        La inquietud comenzó a crecer. Miró a su alrededor, ya no caminaban por sendero alguno. La superficie bajo sus pies era irregular, las piedras parecían deformarse y los matorrales adquirían figuras retorcidas, como si el propio paisaje respirara y cambiara bajo la noche. El aire se volvió pesado, y una sensación de desasosiego le recorrió el cuerpo.

        Muy temeroso, empezó a retrasar deliberadamente su paso, quedándose a algunos metros detrás del anciano. Aunque la oscuridad lo envolvía todo, distinguió con claridad que aquel hombre avanzaba sin dificultad entre las piedras y ramas, como si estas se apartaran a su paso. Lo más inquietante fue notar que sus pisadas no producían ruido alguno sobre el pasto seco: caminaba, pero no tocaba la tierra. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Entonces se fijó en sus manos. A pesar de la penumbra, estas despedían un tenue resplandor blanquecino, extraño e imposible en esa noche sin luna. Algo no encajaba, algo escapaba a toda lógica conocida. Sintiendo que el miedo comenzaba a paralizarlo, bajó la mirada hacia el pequeño perro que acompañaba al anciano, y su corazón golpeó con fuerza. Ya no era el animal pequeño y dócil que había visto al inicio. Ahora su tamaño se había vuelto desmesurado, su silueta se había deformado y sus patas se hundían en la tierra como si cargaran un peso antiguo y poderoso. Su pelaje parecía moverse como humo, y sus ojos brillaban con un fulgor sombrío, fijo y hambriento.

         Paralizado por lo que veía, indeciso entre seguir o retroceder, recordó que sobre su pecho colgaba un pequeño crucifijo de madera el cual buscó aferrarlo con sus manos temblorosas. En ese instante, el perro giró la cabeza y lo miró fijamente. Sus ojos brillaban como dos brasas vivas, ardientes, desbordadas de una furia antigua. Era una mirada tenebrosa, con un fuego intenso que se dirigían directamente hacia él tratando de atravesarlo, atraparlo o arrastrarlo.

      Con el crucifijo firme entre sus dedos, rompió el silencio con un grito desesperado y echó a correr. Tropezó entre la maleza, resbaló sobre las piedras, sintió ramas arañarle el rostro y la noche cerrarse sobre él como un manto hostil. Corría sin mirar atrás, pidiendo a gritos protección divina, tratando de escapar. A punto de desfallecer llegó al cruce del camino que viene de Shipita, donde, por obra del destino, pasaban dos pobladores conversando despreocupadamente. Al verlo llegar en ese estado, se alarmaron y le preguntaron:

- Amigo ¿qué le pasa?, ¿Por qué viene corriendo de ese lado? ¡Es muy peligroso!

-¡Ayúdenme por pavor!, -suplicó casi sin aliento. Un anciano me llevó a ese lugar.

-Ahí no hay camino, -replicaron los caminantes mirándose entre sí. Son peñascos y abismos, quién lo llevó no fue ningún anciano, ha sido “El engaño”.

                                  “Junto al fogón”. Relatos de vida y del alma

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