martes, 1 de noviembre de 2022

La procesión de las sombras

    Era una noche de luna llena en Quipán. Todo parecía normal en la quietud de la oscuridad, entre el claro del plenilunio y las sombras nocturnas que proyectaban las paredes de las casas. Faltaban pocos minutos para la medianoche cuando Paula, desde su casa en los altos de la villa, recordó que había dejado unas mantas en la tienda de la plaza y decidió salir a buscarlas.

 Junto a las llaves tomó una pequeña linterna y, sin mostrar temor enrumbó por la calle silenciosa. Pasó frente a la capilla y descendió las amplias gradas que conducen a la explanada de la plaza, dirigiéndose a la tienda. Cuando estaba por abrir la cerradura advirtió que en la puerta principal del local comunal unos destellos, como pequeñas brasas encendidas, similares al brillo de los cigarrillos en la oscuridad. La sombra nocturna impedía distinguir quiénes estaban allí. Así, entró, encontró las mantas que necesitaba y, al salir notó algo aún más extraño, por la calle lateral se desplazaban lo que parecía ser un grupo de personas que caminaban en silencio, en fila con un andar pausado, Los vio doblar la esquina, en dirección a la iglesia.

- ¿Qué raro...?, —murmuró para sí—. ¿Quiénes podrían ser a esta hora?

       Al observar con detenimiento, distinguió notó que algunos llevaban en las manos lo que parecía ser cirios encendidos. Pensó entonces que quizá algún paisano había fallecido y, como era costumbre, lo llevaban al atrio de la iglesia para los rezos de medianoche. Le pareció extraño no haber oído el doblar de las campanas, pero aun así decidió acompañarlos. Regresó a la tienda, tomó un paquete de velas, aseguró la puerta y se encaminó hacia aquella silenciosa comitiva. Sin embargo, conforme acortaba la distancia notaba que algo extraño ocurría. Todos vestían con un hábito negro que cubría completamente sus cuerpos, y avanzaban con un paso lento, como si estuvieran en procesión. Murmuraban algo, pero sus voces eran confusas, un murmullo espeso, imposible de comprender. Su sorpresa fue mayor al darse cuenta que bajo la capucha que cubría la cara solo se percibía sombras oscuras que reflejaban rostros extraños y desconocidos; más aún cuando notó que ninguno de ellos ponía los pies sobre el piso y arrastraban los pasos avanzando sin dejar ningún rastro.

     Por unos instantes se quedó completamente paralizada, dominada por un miedo que le heló la sangre. Quiso gritar, pedir ayuda, pero un nudo seco y áspero que parecía apretarle la garganta se lo impedía. Luego de algunos minutos, que para ella fueron eterno, en una reacción extrema, en un impulso deseperado, cerrando los ojos, dio media vuelta, hizo la señal de la cruz y echó a correr apretando los puños y en voz entrecortada pronunciando el rezo:

- “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”.

     Sin mirar lo que ocurría a sus espaldas, subió las anchas gradas dando saltos apresurados hasta llegar con desesperación a la capilla donde agitada por el esfuerzo se detuvo unos segundos apoyando una mano en la pared para no caer. Dominada por el temor se persignó con manos temblorosas, y llenándose de valor decidió lentamente volver la vista atrás. Lo que encontró la dejó inmóvil. En medio de una calma sepulcral, no había procesión alguna, ni luces, ni sombras extrañas. La plaza estaba vacía. El viento apenas movía el polvo. Todo rastro de aquel lúgubre cortejo había desaparecido como si nunca hubiera existido.

     Un respiro de alivio le permitió serenarse. Entonces, en la quietud nocturna y bajo la tenue luz de la luna llena, ante sus ojos solo quedaba el silencio y las sombras de la noche.

Junto al fogón, relatos de vida y del alma.

sábado, 1 de octubre de 2022

"La huamantanguina"

    Terminaba la secundaria en Lima y debía viajar a Quipán, Era viernes 26 de junio, día en que se iniciaban las celebraciones en honor al patrón San Pedro. Mis abuelos tenían una tienda en la plaza, la cual, por su ubicación era el punto de arribo y partida de todos los vehículos que circulaban por la ruta. Por la necesidad de mercaderías para la venta existía una dependencia mutua con aquellos que hacían el servicio desde la capital. Así fue como casi diariamente era común frente al mostrador tener la presencia del conductor de turno junto a su ayudante y al controlador designado.

    Mi premura por llegar se debía a que debía ayudar en la tienda, pues la fiesta patronal atraía a mucha gente y mi abuelo se encontraba solo. Aquel día salí temprano del colegio, me cambié, preparé la mochila y me dirigí al Tambo Huamantanga, donde estaba programada, para las cinco de la tarde, la salida del ómnibus comunal que en Quipán llamábamos “La Huamantanguina”. Dos horas después, debido a un problema técnico, el vehículo por fin apareció. Subí y me acomodé; éramos solo dos pasajeros, así que fue fácil escoger el asiento más cómodo. Minutos después, el conductor puso la primera marcha y el viaje comenzó.

En un paradero, en Comas, esperaba un grupo numeroso de personas que muy entusiastas abordaron y llenaron el ómnibus. Junto a su equipaje de mano subieron cajas de cerveza, licores variados, un equipo musical a batería, entre otros. Mi comodidad se vio afectada cuando uno de los viajantes ocupó el asiento que estaba libre a mi costado iniciando una amena conversación donde me comentaba que viajaban a la boda de su sobrino llevando todo lo necesario para tan magno acontecimiento. Así pasamos el km 22, las luces del interior se apagaron y fuimos dejando atrás el resplandor y el bullicio de la ciudad. En ese breve silencio se comenzó a escuchar algunos murmullos, bromas y risas, hasta que uno de los pasajeros a voz alzada reclamó: “Y el trago?”. La respuesta fue inmediata, se abrieron unas botellas y empezó la jarana que fue acompañada por la música que desde un reproductor de caset se escuchaba. Yo, miraba las sombras que se reflejaban fuera del vidrio de la ventana e intentaba forzar el sueño, pero el festivo y bullicioso ambiente parrandero lo impedía. Me encontraba en esa situación cuando de pronto la botella de vino y el vaso que circulaba llegaron a mis manos. Hice el brindis y el respectivo “salud…” pasando y dando curso al trago en repetidas oportunidades. Conforme avanzábamos sentía los efectos embriagadores que me hacían parte de la jarana, además atenuaban el frio y los baches de la carretera.

En medio de ese ambiente festivo continuó el viaje, “La huamantanguina” se convirtió en un bar rodante con luces encendidas, donde la música a elevado volumen se combinaba con las risas y el tarareo de las canciones. Así pasamos Yangas, Quives y Yaso, llegando unos cuantos “sobrevivientes” a San José. Poco a poco las voces se fueron silenciando y el sonido que producía el vaso y la botella de vino se hizo cada vez más espaciado hasta apagarse. Cuando llegamos al “Balcón” ya todo era silencio y tranquilidad.

Luego de dejar unas cuantas velas continuamos con el viaje, pasamos Huarimayo, subimos las revueltas y llegamos a Huamantanga. Una breve parada y enrumbamos a Quipán a donde arribamos casi a la una de la mañana.

En la plaza, con el frio de la madrugada, entre estiramientos y bostezos, uno a uno descendimos del ómnibus. Yo, con mi mochila al hombro tomé el camino a casa, bien abrigado y protegido por el vino compartido en el trayecto. Y, en medio de ese celaje nocturno, “La huamantanguina” se alejaba acompañada, ahora, solo por el sonido de su motor y las luces de sus faros.

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Augusto Ismael Zavala Osorio

Publicado en: PICHUCHANKA - Boletín informativo de la A.C. Huamantanga




martes, 30 de agosto de 2022

La fiesta de los moros y cristianos en el Perú

"Evocando una sociedad rural y un entorno agreste de extraordinaria dureza y hermosura, Milena Cáceres comparte con el lector las experiencias vividas mientras descubría la supervivencia, en localidades andinas del departamento de Lima, de los esquemas pertenecientes a la fiesta de moros y cristianos, plasmados en danzas y parlamentos que guardan relación con obras dramáticas españolas del siglo XVII. También se personaliza el proceso de especialización mediante el que la autora tomó conciencia del desarrollo de las fiestas de moros y cristianos celebradas en España, de su conexión con la comedia y de la adaptación de esta tradición áulica a la nueva realidad americana, donde el moro suele ser reemplazado por el indígena. Todo ello le permite poner un sello muy personal a la exposición del proceso, ya de por sí fascinante, que dio lugar al desarrollo de la fiesta en América del Sur y, particularmente, en el Perú."

Descarga PDF: 

https://repositorio.pucp.edu.pe/index/bitstream/handle/123456789/173293/Libro.pdf?sequence=1




sábado, 27 de agosto de 2022

La dama de blanco

 La dama de blanco

    La tarde finalizaba y la noche comenzaba a extender su manto oscuro sobre el el camino de retorno a la villa. Tras los festejos por el cumpleaños de un compadre radicado en el pueblo de Marco, don Florencio con poncho y sombrero apuraba el paso montado sobre su caballo. Todo parecía normal y en ese trayecto solo se escuchaba el galope y la melodía suave de su silbido como compañía.

    Después de un buen trecho recorrido, al aproximarse a la quebrada de Quipailla, divisó a una extraña y agraciada joven vestida completamente de blanco. Estaba sentada sobre una piedra, junto a la poza de agua que brillaba débilmente bajo la luz nocturna. Al acercarse, Florencio intentó hablarle, pero se detuvo al notar que su rostro reflejaba una profunda tristeza y que, al parecer, lloraba en silencio. Conmovido, pensó que quizá se encontraba perdida o había sufrido algún percance, por lo que con tono amable le ofreció acompañarlo al pueblo para que pudiera abrigarse y reponerse.

    Con mucha delicadeza la tomó del brazo y, con extremo cuidado, la ayudó a subir al caballo, que relinchaba inquieto, como advirtiendo que algo extraño ocurría. A pesar de ello, logró hacerla montar y reanudó el camino de regreso. Iba delante, sujetando la soga con una mano y el cigarrillo con la otra, mientras silbaba de vez en cuando alguna tonada melancólica que se perdía entre los cerros. En más de una ocasión volteó a mirar a la joven, notando en su rostro un resplandor tenue, una palidez casi luminosa. No le dio importancia, pensando que era solo el reflejo de la luna, que esa noche parecía más brillante que nunca.

    Así fue avanzando. Pasó por Otacocha y, al estar cerca de la entrada del pueblo, desde donde ya podía distinguir la silueta de la Cruz de Soncococha, el caballo se detuvo bruscamente, negándose a avanzar pese a los insistentes arreos de don Florencio. La joven, más pálida que nunca, parecía desvanecerse ante sus ojos. Alarmado, decidió bajarla y cargarla en sus brazos para llevarla hasta la cruz, donde pensaba dejarla en la peaña y correr por ayuda. Sin embargo, conforme se acercaba al verde madero, la dama comenzó a resistirse, moviéndose con desesperación. En cada paso su cuerpo se volvía más liviano, y cuando estuvo a punto de llegar, un escalofrío le recorrió el alma: los pies y las manos de la joven se habían transformado en huesos desnudos, blanquecinos, que crujían bajo la luz de la luna.

    Asustado, soltó la carga y echó a correr con desesperación al pueblo, con el corazón desbocado y la voz quebrada implorando auxilio. Para su fortuna, a pesar de la hora, tres pobladores llenaban agua en la fuente de La Pila y alcanzaron a oír sus gritos. Salieron a su encuentro y, entre jadeos y confusión, lo acompañaron de regreso al lugar. Sin embargo, al llegar, solo hallaron el vestido blanco, arrugado y casi deshecho, moviéndose suavemente con el viento, como si aún guardara el último suspiro de aquella aparición.

Algo temerosos juntaron los restos de la blanca tela que quedaba y lo pusieron bajo la cruz, mientras se persignaban y rezaban pudieron observar que se desintegraban siendo esparcidos hasta desaparecer con facilidad por una extraña e inusual brisa. Sorprendidos recogieron al caballo e iniciaron el camino de retorno al pueblo; de la dama de blanco ya nada existía.

    Algo temerosos, juntaron los restos de la blanca tela y los colocaron bajo la cruz. Mientras se persignaban y murmuraban oraciones, vieron cómo lentamente aquellos jirones se deshacían, desintegrándose al contacto con una extraña brisa que, en un suspiro, los esparció hasta hacerlos desaparecer. 

    Atónitos, recogieron al caballo y emprendieron el camino de regreso al pueblo. De la dama de blanco… ya nada existía.                              


  “Junto al fogón”. Relatos de vida y del alma


miércoles, 27 de julio de 2022

Una ofrenda a Shipita

    El café servido, las papas sancochadas y junto a la canchita el queso fresco sobre la mesa del restaurant de tía Mariana; el premio mayor a las cuatro horas de viaje que desde Lima me traía a Quipán, el motivo una vez más era “El Rodeo comunal”; aquella "ceremonia ritual" donde se realiza la herranza del ganado de la Virgen del Carmen, bajo los sones del arpa y violín que acompañan el cantar de los sentidos versos que evidencian las vivencias y padecimientos del vaquero en el campo.  Una de las más bellas expresiones de la tradición quipaneña.

     La noche se asentaba y en breve se iniciaría el Despacho, la cámara de video junto al reflector estaban listos para grabar y las ansias por formar parte de esa fiesta iba en aumento. En esa espera llegó el primo Felucho, quien luego de informarme de lo acontecido en la villa durante mi ausencia preguntó si ya estaba listo para el día siguiente ir a La Corona. Mi respuesta fue afirmativa, pero una preocupación se hizo evidente. Por alguna inexplicable razón, en las oportunidades anteriores había tenido dificultades en el retorno, en la subida a Shipita, junto a la comitiva que traía la cruz lomera y al ganado. Escalofríos y un decaimiento total, de pronto abrumaron mi desplazamiento llegando con las justas y a punto de desfallecer. Para él, todo estaba claro:

-Primito, eso es por el “Abuelo”, seguro que las otras veces no le has pedido permiso para pasar, tienes que hacerle el pago para que te “suelte” del “agarre”.

-¿Cómo hago, primo?, respondí, - Ayúdame, no quiero quedarme a mitad de camino, las veces anteriores la pasé fatal.

-Mañana voy a estar por ahí cerca llevando mi ternero, agregó, -tienes que llevarle un presente que debes conseguir con mucha voluntad y respeto.

    Efectivamente, en alguna oportunidad anterior, me había acercado con la cámara de fotos al pueblo viejo de Shipita para admirar sus restos y significado histórico y no había pedido permiso a ninguna autoridad, menos al “Abuelo”. 

    Conforme lo indicado conseguí el anisado, los cigarrillos sin filtro, las hojas de coca y unos cuantos caramelos de limón. Ya se escuchaba en la casa comunal el bullicio y el inconfundible sonar de las cuerdas del arpa y violín anunciando el Despacho que despedía a la Comisión que iría a traer la Cruz de Culquichupa.

    Al siguiente día, muy temprano, en Cruz Grande nos encontramos con Felucho y descendimos conversando animadamente por el camino hasta llegar a Shipita. Caminamos entre piedras milenarias y matorrales por el pueblo viejo y ubicamos desde un mirador dos grandes rocas unidas entre sí donde en su interior se podían apreciar lo que parecía algunos restos óseos. Siguiendo sus indicaciones, como parte del pago, fui dejando cada una de las cosas que llevé suplicando al “Abuelo”, con mucha voluntad, que me “suelte” y me permita pasar. Desde ese lugar, con un sol esplendoroso pudimos apreciar la inmensidad del paisaje e imaginar las vivencias de los antiguos pobladores, más aún cuestionábamos el abandono en el que se encuentra. Una botella de gaseosa, Inka Kola para ser exacto, un par de vasos compartidos para refrescarnos; otro vaso para el “Abuelo” y junto al cigarrillo encendido, su coca y sus caramelos para que se quede contento y acepte la ofrenda. Así dejamos atrás aquel lítico lugar; el primo a sus quehaceres y yo al encuentro de la comitiva que subía desde La Corona.

    Bajo un cielo extremadamente azul, la brisa y el pasto seco con flores amarillas seguí descendiendo por el camino. Conforme avanzaba, ya podía escuchar, a lo lejos en el ruido del viento, los sones del arpa y violín junto al mugido del ganado y las voces que melodiosamente entonaban:

“Vaquerita donde estás que mis ojos no te ven,

será la poca visión o será de tanto llorar.

Te alejaste tú de mi despreciando mi querer

por eso mi corazón destrozado se hallará…”.

     Y, al fin el encuentro, con la cámara de video encendida me sumé a la comitiva en indescriptible sensación de alegría y satisfacción por sentirme parte de la fiesta. Cantando y a paso de baile llegamos a Cangrareuco, un breve descanso e iniciamos la subida a Shipita donde esperaban las autoridades para la recepción y la acogedora pascana con el almuerzo. El temor a que se repita lo de las otras veces, por ratos me abrumaba, pero seguía firme, para mi sorpresa, sin el más mínimo rezago de malestar o cansancio, paso a paso hasta zafar la cuesta y llegar.

    Bajo el viejo eucalipto, junto a la cruz lomera y toda la comitiva saboreamos el almuerzo, unos vasos de cerveza, el baile con la vaquera y luego emprender la empinada subida a Cruz Grande, a donde llegué, una vez más, sin ninguna dificultad. Junto al atardecer, el canto, la alegría, y el brindis continuaba:

“…La chichita es una bebida, la cervecita mucho mejor,

cuando se sube a la cabeza, hay mamacita te hace decir…”

     Así regresé al pueblo sin una señal de cansancio dispuesto a seguir los festejos en la velación. Ya entrada la noche, de vuelta al restaurant, mientras soboreaba un caldo caliente, el primo Felucho preguntó cómo me había ido. Le respondí, agradecido, que todo estuvo bien; sobre todo, tenía la certeza de que el “Abuelo” aceptó mi ofrenda y me había permitido pasar. Entonces sonrió y me repitió las palabras que guardo cada vez que regreso a Quipán: “Recuerda primito, siempre hay que agradecer al Abuelo; él es bondadoso si le pides con voluntad, él escucha y cuida a quien es bueno.”

                                                                                                                            Augusto Ismael Zavala Osorio

viernes, 8 de julio de 2022

¡Agua Mantanga!

Huamantanga recibe a sus visitantes con una cruz, la del Señor de Huamantanga, una aparición de Jesucristo a la que se atribuyen poderes hídricos, según la leyenda. En este pueblo de la sierra de Lima no hay ni una comisaría, el agua abunda y las historias de milagros no son escasas.

Pisar Huamantanga es ya un milagro… Los pocos buses que trepan hacia los 3,500 metros sobre el nivel del mar parecen la evidencia de alguna gracia divina, pues para llegar a este lugar hay que ir por una trocha que asciende en espiral y su estrechez de sentido único hace rezar, sujetarse y suspirar a quienes van del lado de la ventana, a medio metro del abismo.

Incluso Ricardo Palma, en sus famosas Tradiciones Peruanas, calificó este camino de “endiablado”.

Quizá por ese riesgo o porque en Huamantanga sólo hay un teléfono público y casi no llega la señal a los celulares, la plaza y sus alrededores –no más de diez cuadras– lucen desiertas, casi como un pueblo fantasma. 
Dicen que de día casi no hay rastro de existencia humana porque los 500 huamantanguinos están trabajando. Aunque por la noche tampoco se dejan ver mucho. Por lo general, su rutina comienza al alba y es al filo del atardecer, cuando el cielo comienza a estrellarse, que aparecen los primeros comuneros con sus palas, caminando en dirección a esas casitas con tejados rojizos.


lunes, 20 de junio de 2022

El desaparecido

El desaparecido

          Era ya muy tarde cuando las campanas doblaron en la villa. El frío del anochecer se mezclaba con la penumbra del ocaso, mientras los pobladores recibían la triste noticia del fallecimiento de don Jacinto. Aquel hombre solitario no tenía familia; solo una vieja casa en los bajos, cerca del barrio de Uncho.

Muchos rumores se tejían en torno a aquel hombre. Algunos aseguraban que tenía un pacto con el diablo, pues nunca se le vio asistir a misa y solía andar por las noches, enfundado en botas y ropas oscuras, cubierto por un poncho negro y un extraño sombrero de paño del mismo color. Decían también que jamás se persignaba al pasar frente a las cruces del camino, como si las evitara con desdén. Otros, en cambio, recordaban haberlo visto vagando por las calles que conducen al cementerio, en horas en que nadie más se atrevía a andar.

    Aquella tarde, cuando las campanas comenzaron a replicar, un extraño temor se apoderó de los pobladores. Aun así, venciendo el miedo, algunos se acercaron con cautela a la casa del difunto para ofrecer un breve rezo y encender unas velas, retirándose de inmediato, sin mirar atrás. Con la llegada de la noche, el silencio del pueblo se tornó más denso, y el miedo creció acompañado por el agudo e incesante aullar de los perros, como si también ellos presintieran algo que los hombres no podían ver.

     Al día siguiente, al no haber familiares que se hicieran cargo del difunto, las autoridades dispusieron organizar el entierro. Llegada la tarde, el cortejo fúnebre partió rumbo al cementerio, acompañado por unos cuantos pobladores que acudieron obligados a asistir. A medida que avanzaban, el peso del ataúd parecía aumentar, volviendo penoso el paso de los cargadores. Con denodado esfuerzo lograron subir las gradas y alcanzar el atrio de la iglesia, donde un aire helado, súbito y extraño, recorrió a todos los presentes.         

 Luego de un breve rezo, el cortejo fúnebre retomó su marcha por la empinada calle que conducía a los altos. Una vez más, el ataúd pareció ganar peso, como si una fuerza invisible lo retuviera. Con arduos esfuerzos, los cargadores lograron avanzar hasta la entrada de la alameda que conduce al cementerio. Allí depositaron el féretro para el último descanso. Cuando el cantor se dispuso a entonar el responso, un olor extraño comenzó a impregnar el aire, denso y penetrante, mientras una brisa helada se levantaba formando remolinos que primero fueron leves, pero pronto se tornaron violentos, envolviendo a todos los presentes. El ambiente se volvió insoportable; algunos retrocedieron, otros se persignaron en silencio, y nadie se atrevió a pronunciar palabra.

    Extrañados y aterrados por lo que ocurría, los presentes imploraron protección a la Cruz de Pucará y a todos los santos. Sin embargo, lejos de apaciguarse, la tormenta de viento y ese olor penetrante parecían cobrar más fuerza, como si algo invisible se resistiera a ser enterrado. Presos del pánico, los cargadores soltaron el féretro y echaron a correr despavoridos, dejando al difunto abandonado en medio del camino. 

    Los últimos rayos del sol se extinguían tras los cerros, y nadie se atrevió a regresar. Esa noche, interminable y sombría, estuvo marcada por el lamento de los perros, que aullaron sin descanso como si presintieran que el alma de don Jacinto aún rondaba entre los vivos.        

            Al día siguiente, muy temprano volvieron al lugar a fin de culminar lo iniciado y dar cristiana sepultura al féretro con el cuerpo inerte de don Jacinto. Grande fue la sorpresa al no encontrarlo donde lo habían dejado. El negro ataúd de madera que contenía al finado había desaparecido y no quedaba ni un solo rastro que haría suponer que tal vez fue arrastrado o llevado por alguien. Todos se miraban tratando de encontrar una explicación a aquel extraño suceso, pero no obtenían respuesta.

    Al amanecer del día siguiente, los pobladores, aún con el temor reflejado en los ojos, regresaron al lugar con la intención de culminar lo iniciado y dar cristiana sepultura al cuerpo de don Jacinto. Sin embargo, grande fue la sorpresa al descubrir que el féretro ya no estaba. El ataúd negro de madera, junto con el cuerpo del difunto, había desaparecido sin dejar el menor rastro. No había huellas, ni señales de arrastre, ni indicios de que alguien lo hubiese movido. Solo el silencio y la brisa fría del amanecer parecían dar testimonio de lo ocurrido. Se miraron unos a otros buscando explicación a aquel suceso inexplicable, pero nadie logró pronunciar palabra. 

    Desconcertados, se persignaron ante la cruz, dieron media vuelta y, en medio de un silencio sepulcral, tomaron el camino de retorno a casa. Desde entonces, aquel lugar permaneció desolado por mucho tiempo. Solo el verde madero, erguido sobre la peaña, guarda en su silencio el secreto de lo ocurrido.

                                      "Junto al fogón, relatos de vida y del alma"

Carlomagno cabalga en los Andes

 


Fuente: Boletín 6 del CRQ

https://drive.google.com/file/d/1121axBDs2mPQtZLONSlwzBhiWZziDy0i/view?usp=sharing

DANZA ABUELITOS DE QUIPAN

La Villa de San Pedro y San Pablo de Quipán se encuentra ubicada en el distrito de Huamantanga, provincia de Canta, en la Región Lima, a 349...