Por ese lado del camino que conducía al pueblo se alzaba una antigua casa solitaria, casi en ruinas. Sus desgastadas paredes y sus ventanas vacías revelaban el paso del tiempo; por su estructura, podía imaginarse que alguna vez albergó a una familia numerosa. Al pasar frente a ella, y sin motivo aparente, Blanco se detuvo de pronto y comenzó a ladrar con insistencia. Aquello despertó la curiosidad de Javier, que, tratando de descubrir qué había llamado la atención de su perro, buscó una manera de entrar. Trepó con cautela la vieja pared de la parte posterior y accedió al interior.
Adentro solo encontró restos dispersos: utensilios rotos en el suelo, muebles vencidos por el tiempo y el abandono. Sin embargo, en una esquina, algo llamó su atención: una muñeca de trapo, antigua, de extraño encanto, vestida con colores aún vivos pese al desgaste. Javier la tomó entre las manos. Al verla en tan buen estado, pensó en su hermana menor, que pronto cumpliría años, y decidió guardarla en su bolso, convencido de que sería un regalo especial.
Al llegar a casa, lavó con cuidado la muñeca y la dejó secar al sol. Ya entrada la noche, la guardó dentro de una caja y, agotado por el esfuerzo de la mañana, se quedó profundamente dormido. A la mañana siguiente, mientras se desperezaba, le contaron que durante la noche se habían escuchado sollozos y el llanto de una niña en la calle, como si alguien hubiera andado perdida en la oscuridad. Javier no le dio mayor importancia, aquello ya había ocurrido otras veces.
Con el paso de los días, algunos pobladores comenzaron a comentar que, alrededor de la medianoche, se escuchaba el llanto de una niña en diferentes calles del pueblo. Decían que los sollozos venían desde los bajíos y avanzaban lentamente hasta perderse cerca de la casa de la familia de Javier. Nadie había logrado ver a la supuesta niña ni saber quién era.
En la séptima noche ocurrió algo inesperado. Mientras todos dormían, Blanco se irguió de pronto y comenzó a ladrar con una intensidad desbordada, mirando fijamente hacia la puerta. La hermana menor despertó sobresaltada, temblando; entre lágrimas contó que había soñado con una niña vestida de blanco que entraba a su cuarto y le exigía que le devolviera su muñeca.
Afuera, la noche parecía contener la respiración. Sin embargo, al poco tiempo, los sollozos comenzaron de nuevo, más claros, más cercanos, resonando por las calles silenciosas. Los perros del pueblo aullaron sin descanso, y sus voces se mezclaron con aquel llanto, llenando la oscuridad de un temor que mantuvo a los pobladores despiertos hasta el amanecer.
Muy temprano, con la luz del nuevo día, Javier, aún temeroso contó a sus padres lo que había encontrado y llevado a casa. Ellos, preocupados por los acontecimientos de las últimas noches, decidieron que lo más prudente era devolver la muñeca de trapo al lugar donde él, la había hallado. Esa noche, el pueblo recuperó su silencio. Los perros no aullaron y el llanto de la niña no volvió a escucharse. La familia durmió tranquila, y poco a poco, la calma regresó al pueblo.
Al poco tiempo, con la llegada de la fiesta patronal, la familia contó al sacerdote de turno lo ocurrido. Él, tras escuchar con atención, decidió visitar la antigua casa y bendecirla, esparciendo agua bendita por sus interiores y alrededores, para dar paz a lo que allí hubiese quedado. Con los años, las paredes ruinosas fueron cediendo al viento y a la lluvia, desmoronándose poco a poco hasta desaparecer. Y con ellas, también se perdió el rastro de la muñeca de trapo, como si el tiempo la hubiera borrado junto con la historia que guardaba.

