La dama de blanco
La tarde finalizaba y la noche comenzaba a extender su manto oscuro sobre el el camino de retorno a la villa. Tras los festejos por el cumpleaños de un compadre radicado en el pueblo de Marco, don Florencio con poncho y sombrero apuraba el paso montado sobre su caballo. Todo parecía normal y en ese trayecto solo se escuchaba el galope y la melodía suave de su silbido como compañía.
Después de un buen trecho recorrido, al aproximarse a la quebrada de Quipailla, divisó a una extraña y agraciada joven vestida completamente de blanco. Estaba sentada sobre una piedra, junto a la poza de agua que brillaba débilmente bajo la luz nocturna. Al acercarse, Florencio intentó hablarle, pero se detuvo al notar que su rostro reflejaba una profunda tristeza y que, al parecer, lloraba en silencio. Conmovido, pensó que quizá se encontraba perdida o había sufrido algún percance, por lo que con tono amable le ofreció acompañarlo al pueblo para que pudiera abrigarse y reponerse.

Con mucha delicadeza la tomó del brazo y, con extremo cuidado, la ayudó a subir al caballo, que relinchaba inquieto, como advirtiendo que algo extraño ocurría. A pesar de ello, logró hacerla montar y reanudó el camino de regreso. Iba delante, sujetando la soga con una mano y el cigarrillo con la otra, mientras silbaba de vez en cuando alguna tonada melancólica que se perdía entre los cerros. En más de una ocasión volteó a mirar a la joven, notando en su rostro un resplandor tenue, una palidez casi luminosa. No le dio importancia, pensando que era solo el reflejo de la luna, que esa noche parecía más brillante que nunca.
Así fue avanzando. Pasó por Otacocha y, al estar cerca de la entrada del pueblo, desde donde ya podía distinguir la silueta de la Cruz de Soncococha, el caballo se detuvo bruscamente, negándose a avanzar pese a los insistentes arreos de don Florencio. La joven, más pálida que nunca, parecía desvanecerse ante sus ojos. Alarmado, decidió bajarla y cargarla en sus brazos para llevarla hasta la cruz, donde pensaba dejarla en la peaña y correr por ayuda. Sin embargo, conforme se acercaba al verde madero, la dama comenzó a resistirse, moviéndose con desesperación. En cada paso su cuerpo se volvía más liviano, y cuando estuvo a punto de llegar, un escalofrío le recorrió el alma: los pies y las manos de la joven se habían transformado en huesos desnudos, blanquecinos, que crujían bajo la luz de la luna.
Asustado, soltó la carga y echó a correr con desesperación al pueblo, con el corazón desbocado y la voz quebrada implorando auxilio. Para su fortuna, a pesar de la hora, tres pobladores llenaban agua en la fuente de La Pila y alcanzaron a oír sus gritos. Salieron a su encuentro y, entre jadeos y confusión, lo acompañaron de regreso al lugar. Sin embargo, al llegar, solo hallaron el vestido blanco, arrugado y casi deshecho, moviéndose suavemente con el viento, como si aún guardara el último suspiro de aquella aparición.
Algo temerosos juntaron los restos de la blanca tela que quedaba y lo pusieron bajo la cruz, mientras se persignaban y rezaban pudieron observar que se desintegraban siendo esparcidos hasta desaparecer con facilidad por una extraña e inusual brisa. Sorprendidos recogieron al caballo e iniciaron el camino de retorno al pueblo; de la dama de blanco ya nada existía.
Algo temerosos, juntaron los restos de la blanca tela y los colocaron bajo la cruz. Mientras se persignaban y murmuraban oraciones, vieron cómo lentamente aquellos jirones se deshacían, desintegrándose al contacto con una extraña brisa que, en un suspiro, los esparció hasta hacerlos desaparecer.
Atónitos, recogieron al caballo y emprendieron el camino de regreso al pueblo. De la dama de blanco… ya nada existía.
“Junto al fogón”. Relatos de vida y del alma