El desaparecido
Era ya muy tarde cuando las campanas doblaron en la villa. El frío del anochecer se mezclaba con la penumbra del ocaso, mientras los pobladores recibían la triste noticia del fallecimiento de don Jacinto. Aquel hombre solitario no tenía familia; solo una vieja casa en los bajos, cerca del barrio de Uncho.
Muchos rumores se tejían en torno a aquel hombre. Algunos aseguraban que tenía un pacto con el diablo, pues nunca se le vio asistir a misa y solía andar por las noches, enfundado en botas y ropas oscuras, cubierto por un poncho negro y un extraño sombrero de paño del mismo color. Decían también que jamás se persignaba al pasar frente a las cruces del camino, como si las evitara con desdén. Otros, en cambio, recordaban haberlo visto vagando por las calles que conducen al cementerio, en horas en que nadie más se atrevía a andar.
Aquella tarde, cuando las campanas comenzaron a replicar, un extraño temor se apoderó de los pobladores. Aun así, venciendo el miedo, algunos se acercaron con cautela a la casa del difunto para ofrecer un breve rezo y encender unas velas, retirándose de inmediato, sin mirar atrás. Con la llegada de la noche, el silencio del pueblo se tornó más denso, y el miedo creció acompañado por el agudo e incesante aullar de los perros, como si también ellos presintieran algo que los hombres no podían ver.
Al día siguiente, al no haber familiares que se hicieran cargo del difunto, las autoridades dispusieron organizar el entierro. Llegada la tarde, el cortejo fúnebre partió rumbo al cementerio, acompañado por unos cuantos pobladores que acudieron obligados a asistir. A medida que avanzaban, el peso del ataúd parecía aumentar, volviendo penoso el paso de los cargadores. Con denodado esfuerzo lograron subir las gradas y alcanzar el atrio de la iglesia, donde un aire helado, súbito y extraño, recorrió a todos los presentes.
Luego de un breve rezo, el cortejo fúnebre retomó su marcha por la empinada calle que conducía a los altos. Una vez más, el ataúd pareció ganar peso, como si una fuerza invisible lo retuviera. Con arduos esfuerzos, los cargadores lograron avanzar hasta la entrada de la alameda que conduce al cementerio. Allí depositaron el féretro para el último descanso. Cuando el cantor se dispuso a entonar el responso, un olor extraño comenzó a impregnar el aire, denso y penetrante, mientras una brisa helada se levantaba formando remolinos que primero fueron leves, pero pronto se tornaron violentos, envolviendo a todos los presentes. El ambiente se volvió insoportable; algunos retrocedieron, otros se persignaron en silencio, y nadie se atrevió a pronunciar palabra.
Extrañados y aterrados por lo que ocurría, los presentes imploraron protección a la Cruz de Pucará y a todos los santos. Sin embargo, lejos de apaciguarse, la tormenta de viento y ese olor penetrante parecían cobrar más fuerza, como si algo invisible se resistiera a ser enterrado. Presos del pánico, los cargadores soltaron el féretro y echaron a correr despavoridos, dejando al difunto abandonado en medio del camino.
Los últimos rayos del sol se extinguían tras los cerros, y nadie se atrevió a regresar. Esa noche, interminable y sombría, estuvo marcada por el lamento de los perros, que aullaron sin descanso como si presintieran que el alma de don Jacinto aún rondaba entre los vivos.
Al día siguiente, muy temprano
volvieron al lugar a fin de culminar lo iniciado y dar cristiana sepultura al
féretro con el cuerpo inerte de don Jacinto. Grande fue la sorpresa al no
encontrarlo donde lo habían dejado. El negro ataúd de madera que contenía al
finado había desaparecido y no quedaba ni un solo rastro que haría suponer que
tal vez fue arrastrado o llevado por alguien. Todos se miraban tratando de
encontrar una explicación a aquel extraño suceso, pero no obtenían respuesta.
Al amanecer del día siguiente, los pobladores, aún con el temor reflejado en los ojos, regresaron al lugar con la intención de culminar lo iniciado y dar cristiana sepultura al cuerpo de don Jacinto. Sin embargo, grande fue la sorpresa al descubrir que el féretro ya no estaba. El ataúd negro de madera, junto con el cuerpo del difunto, había desaparecido sin dejar el menor rastro. No había huellas, ni señales de arrastre, ni indicios de que alguien lo hubiese movido. Solo el silencio y la brisa fría del amanecer parecían dar testimonio de lo ocurrido. Se miraron unos a otros buscando explicación a aquel suceso inexplicable, pero nadie logró pronunciar palabra.
Desconcertados, se persignaron ante la cruz, dieron media vuelta y, en medio de un silencio sepulcral, tomaron el camino de retorno a casa. Desde entonces, aquel lugar permaneció desolado por mucho tiempo. Solo el verde madero, erguido sobre la peaña, guarda en su silencio el secreto de lo ocurrido.
"Junto al fogón, relatos de vida y del alma"


